Mientras la (débil y no muy creíble) trama de espionaje sigue su curso, el transcurrir emocional de los personajes, de mucho mejor color, crece ante nuestros ojos como esos niños que pegan estirones de semana en semana, recordándonos que nosotros no hemos de crecer ya más.
En otras palabras, confieso, los personajes de Pan Am me producen envidia. Viven en una época estupenda (o eso nos cuentan), tienen un trabajo excitante y admirado y sus problemas son tan epidérmicos que tendrían lugar en cualquier insoportable ladrillo de Jane Austen (se me ha roto la rueda del carruaje, el servicio ya no es lo que era, ¿otra taza de te?).
Y sin embargo, la Tierra se mueve.
Sí, y sin embargo, tras sus deslumbrantes dientes blancos los personajes anuncian boqueadas de sincera tensión emocional, y conforme se mueven los aviones los guionistas empujan para que las chicas (sí, especialmente ellas) vuelen a más altura lo antes posible. El celofán puede envolver un chocolate delicioso, y así nos lo hacen ver en este episodio donde la algo manida nostalgia Kennediana sirve de foco para el encuentro de los personajes y para abrir la ventana a algunos recuerdos de Colette de los que desearíamos saber algo más.
Tiempo al tiempo. Como vemos, volando se llega a todas partes. Y a juzgar por la pobreza de la competencia en abierto este año, no sería de extrañar que Pan Am aterrizara en la condición de pequeño lujo de la pantalla gratuita, justo donde más escasean los méritos.
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